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viernes, 7 de abril de 2017

El escritor y su obra


Ana Alejandre

Siempre se cree por los lectores, en general, que la obra literaria es una forma de simple expresión de las ideas de su autor que utiliza la metáfora que es toda historia narrada para expresar su propio ideario, dándole un armazón o esqueleto estructural que le sirva de soporte formal y lógico a la narración.

Sin embargo, la literatura, entendida como el conjunto universal de obras escritas de ficción que narran historias de todos los géneros, no obedece sólo al deseo de cada escritor de contar una historia que le interesa, le sorprende o le conmueve, y a la que le da forma en su imaginario y desarrolla, después, con su talento narrativo y sus recursos estilísticos, formales y estéticos, hasta ofrecérsela al lector en forma de libro.

Es mucho más compleja esa pulsión creativa de todo escritor, porque no escribe únicamente con el fin de narrar una historia, esté o no inspirada en hechos reales, sino que su origen viene desde lo más profundo de su psique y no es otro que la necesidad de entender esto que llamamos realidad y, para ello, se sirve de esa pequeña muestra o franja de la realidad de ficción que es el argumento de la obra literaria, para intentar llegar a entender así al mundo, a las siempre complejas relaciones humanas, al misterio que representan la vida y la muerte, el paso del tiempo, el amor y el desamor, la soledad, la felicidad y la desdicha que son, al fin y al cabo, los arquetipos universales que aparecen en toda obra literaria de una forma u otra. Y, sobre todo, de entenderse a sí mismo que es el micromundo más cercano y desconocido para todo escritor.

La obra literaria, pues, toma así una dimensión nueva: la de servir de experimentación para el escritor que, a través del proceso de escritura, va intentando responderse a todas las incógnitas que esos temas universales antes referidos le van sugiriendo, y que son permanentes a lo largo de las generaciones, como si de misterios insondables se tratara y a los que parece que nunca se encontrarán respuestas válidas pero siempre necesarias.

A pesar de la imposibilidad de encontrar respuestas válidas para tantas incógnitas, todo escritor aspira a crear una obra cumbre, una obra que contenga las claves que permitan descifrar esos enigmas que son inherentes a la humanidad y que, a pesar del cambio de épocas, generaciones, costumbres y modas, siguen estando vigentes como enigmas perpetuos a los que todo escritor aspira a llegar a descifrar, aunque sea de forma fragmentaria; pues, en una sola obra literaria, o en el conjunto de todaS las creadas por cada autor, no puede contenerse todas las preguntas inherentes a tantos misterios que rodean al ser humano y las probables respuestas a todas ellas.

Esta será siempre una labor que solo, paso a paso y de forma continuada, podrá llegar a responder el ser humano de forma fragmentaria e incompleta, de acuerdo a su talento y maestría narrativa. Sabe de antemano que es una labor conjunta, a pesar de que la literatura y su ejercicio es un trabajo solitario, sumando obra a obra de todos los autores, de todas las épocas y lenguas, como se juntan los granos de arena para formar un desierto en el que el conjunto final va dando sentido, valor y forma global a cada uno de esos granos que lo conforman, y que por sí solo carecería de todo significado.

La literatura no es más que el ensayo que todo escritor hace, ante el espejo de su propia imaginación, para intentar ofrecer, al menos, una sola respuesta válida que le permita comprender un poco mejor el gran enigma que es el mundo complejo y caótico que lo rodea y en el que vive y descifrar así el misterio que su propia humanidad representa para sí mismo. A través de la ficción, ese mundo y los seres que lo pueblan le sirven de materia prima para realizar su obra, para experimentar con esa realidad falseada, trasunto de la verdadera. Si el pintor o el escultor recrean la imagen que perciben del exterior de forma plástica en el lienzo o en el mármol; el escritor investiga en cada obra literaria para hallar la posible clave que descifre la gran incógnita del mundo y su oscuro significado, del ser humano y su misterio siempre inherente a su condición de tal, y el de la propia sociedad que es el conjunto de individuos que la habitan.

Es esa sociedad la que, por cercana, no es por ello menos extraña, caótica e inexplicable, pero cuyo estudio es siempre necesario e imprescindible para el escritor en su condición humana y, por tanto, de animal social; y, también, en su condición de escritor, de investigador, a través de la literatura, de ese enigma siempre fascinante que representa el propio ser humano que él mismo es y que no, por ello, conoce mejor que al insondable e infinito universo en el que habita.

La literatura es un simple espejo en el que el mundo y los seres que lo pueblan aparecen reflejados en el azogue temporal de cada obra, con mayor o menor acierto y relieve; con mayor o menos profundidad de imagen, porque el talento del escritor y su maestría narrativa, a modo de objetivo de una cámara fotográfica, será quien difumine o recree la imagen con más o menos nitidez, de tal forma que la humanidad plasmada en la obra en cuestión pueda hacer vibrar al lector porque en alguna de esas criaturas de ficción se reconozca, reencuentre e identifique.

Sólo así, cuando la ficción atraviesa la realidad con el dardo de la verdad, de la emoción y de la verosimilitud, es cuando el escritor siente que su esfuerzo y su trabajo de creación han merecido la pena. Entonces nota que, desde las páginas de la obra que ha escrito, le mira un ser creado por su imaginación, por su talento y capacidad creativa, pero no es un mero personaje de ficción, un ente irreal que nace y muere en las páginas de un libro, sino un ser dotado de humanidad, de carne y hueso incorpóreos pero tan real, tan auténtico que oye el latido de su corazón y puede llegar a sentir miedo de que ese personaje cobre vida física y pueda salir de las páginas del libro para sentarse ante él y preguntarle:¿Para qué me has creado?. Ahora estoy aquí y mi destino te pertenece". Es entonces cuando siente que el acto de creación literaria es igual que el de cualquier demiurgo que puede dar y quitar la vida. Esa vida que ahora la demanda una criatura de ficción que le exige atención, cuidado y comprensión. El escritor no le puede decir que lo ha creado para intentar comprender algo, una de las muchas incógnitas que la realidad le ofrece, una determinada conducta, una cierta forma de pensar. Que es simplemente el producto de una experimentación psicológica, sociológica o un capricho de autor. Tampoco puede aceptar el escritor que esa vida que el personaje transmite y esa credibilidad es mayor cuanto más ha puesto de sí mismo, de su propio yo, de su subconsciente, de sus miedos, esperanzas o deseos insatisfechos.

Desde ese momento, el escritor siente que el personaje ya no le corresponde, sino que es él el que le pertenece a esa criatura de ficción con la que firmado un pacto de por vida -la vida del escritor-, porque ese personaje se convierte así en un alter ego del autor que le acompañará siempre y le exigirá ser tenido en cuenta, oído, respetado y atendido, por lo que reaparece en muchas de sus obras siguientes. Y, sobre todo, le sobrevivirá y seguirá hablando, actuando, viviendo en cada libro de su autor, y al hacerlo, será ese personaje de ficción el que explique, analice y revele más de su autor que él mismo hizo en vida. Al crear a un personaje, es el propio esritor el que está explicándose a sí mismo, analizándose y manifestando su propia idiosincrasia de forma involuntaria. En todas esas criaturas literarias se encuentran muchas parcelas de sí mismo que ni siquiera conoce, muchos aspectos que ignora de su propia personalidad, y ese latido de verosimilitud que subyace en el personaje creado es una segregación de su propio yo, sublimado en una criatura de ficción a la que pone nombre y circunstancias ajenas para así separarla de sí mismo, de su propia personalidad, para convertirlo en "otro", en alguien distinto a si mismo, aunque intuye y teme que ese ser ficticio es más verdadero, más real cuanto más se parece a él, a una parte escondida de sí mismo que sólo el escritor conoce, identifica y, quizás. teme.

Toda creación literaria, toda obra de creación no es más que un intento de comprender el mundo; pero, sobre todo, el propio mundo interior, el propio yo con su contradicciones, claroscuros, miserias y grandezas. No existe un universo más desconocido y misterioso que el que yace en el corazón de cada ser humano. El escritor intenta bucear en él para, por fin, poder llegar a encontrarse consigo mismo, con ese misterio que subyace en el alma humana que, mientras más próximo está, es más insondable y, por ello, más fascinante y temible.

El escritor al escribir no quiere contar sólo una historia por atractiva que pueda ser, sino que intenta comprender la suya propia a través de los personajes de ficción, meros trasuntos de sus propias pulsiones, tendencias reprimidas, deseos insatisfechos y obsesiones. Sólo así, alejándose del propio yo a través de las diversas criaturas de ficción, va encontrando, aunque no siempre. las posibles claves que le permitan comprenderse a sí mismo y, también, al mundo circundante en el que vive y en el que se siente igual de perdido y solo que cualquiera de sus personajes, reflejos bastardos de su propio yo a los que exterioriza para poder comprenderlos, asumirlos y aceptarlos. y, a la vez, le sirven de catarsis, liberación y exorcismo.