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jueves, 3 de diciembre de 2015

El papel del libro en papel



Para los que somos lectores compulsivos y defensores a ultranza de los libros impresos en papel, y en contra del libro electrónico, es una buena noticia, refrendada por los datos del sector editorial que  lo demuestran, que el libro de papel empieza a remontar la caída en sus ventas que se apreciaba en años anteriores y es el libro electrónico el que comienza a bajar la cifra de sus ventas que en España sólo supone un modesto 5% del total de libros vendidos.
            Pero este fenómeno no se da sólo en España, sino que tanto Estados Unidos como en el Reino Unido (en EE.UU  el libro digital empezó el 2014 con el 23% y acabó con el 21%, y el número de libros impresos sube un 2,4%).  Dichos datos demuestran que el libro en papel empieza a tener un ligero pero continuado ascenso en sus ventas y, por el contrario, el libro electrónico empieza a sufrir un descenso lento pero constante.
            En España el libro electrónico tiene una escasa aceptación, pues según la encuestada realizada por el CIS, en el pasado mes de diciembre, entre 2.477 personas mayores de 18 años, un 79,7% de los lectores afirman que prefieren leer libros en papel que en lectores electrónicos. Dicho porcentaje aumenta hasta el 80,1% en las edades comprendidas entre los 18 y 24 años, mientras que el porcentaje de lectores españoles que tienen escasa o nula intención de leer libros electrónicos en el futuro alcanza el 48,6%, lo que habla de la poca atracción que los libros electrónicos ejerce sobre los lectores españoles y que confirma la bajada tanto en publicación en tinta electrónica que se está produciendo en nuestro país, como la bajada en ventas de libros electrónicos que supone que, el 79,7% sigue leyendo principalmente en papel y sólo el 11,1% lo hace en formato digital. El 8,7%  de lectores lo hace en los dos por igual. El libro electrónico en España sólo supone un modestísimo 3,7% de las ventas en total.
            Esta evidente resistencia que tiene el libro en papel frente al libro electrónico parece deberse, según numerosos estudios, a que las lecturas realizadas en libros en papel se retienen mejor en la memoria que lo leído en las pantallas de tinta virtual. Un informe de la University of Texas Southwestern Medical Center, afirma que leer antes de dormir en una pantalla activa (que emite luz como las de las tabletas y smartphones) altera el ritmo biológico y puede provocar un cierto retraso en conciliar el sueño. al dar sensación de estar más activos y menos cansados y, por lo tanto, se produce una merma en el descanso que resulta así menos reparador.
            Las editoriales señalan, sin embargo, que el porcentaje irá compensándose en el futuro en un 60% de publicaciones en papel y un 40% en formato electrónico, y los más optimistas consideran que a medio plazo se alcanzara un 50% por 50% en ambos formatos y que será el lector  quien elija en qué formato leer según el género, el momento, y la obra determinada.
            Sin embargo, el papel del libro en papel seguirá siendo el predominante y tardará mucho tiempo aún en que se vayan aproximando el porcentaje de ambos formatos, porque el lector apasionado y constante, y que no sigue modas ni novedades en el momento de leer que no sean la que ofrece la propia obra en sí misma y no el artilugio o continente de ella, seguirá prefiriendo el libro en papel que es el  que ofrece no sólo el contenido literario en sí mismo, sino una singular y exclusiva  experiencia en la que el tacto del papel, el olor de las páginas impresas, la singularidad que ofrece dicho formato a cada obra y su particular diseño; la posibilidad de que después de leerlo se convierta en un fiel acompañante siempre a mano a la espera de nuevas relecturas, sin necesidad de pilas, enchufes, ni nada más que no sea la curiosidad lectora y el deseo de adentrarse en la aventura siempre fascinante que espera en las páginas de cualquier libro preferido por el lector, al que nunca defraudará con su compañía silenciosa pero sonora que espera  pacientemente a ser abierto para comenzar el diálogo incesante entre libro y lector.
Ese es el papel del libro y su magia, la que no podrá nunca arrebatarle el libro electrónico por muchas prestaciones que ofrezca (música, navegación por internet, correo, videos, etc.,) porque el libro impreso en papel es suficiente por sí mismo, sin tener que ofrecer otras posibilidades añadidas a la lectura de la  mera  obra literaria de cualquier género que ofrece por sí misma el placer de leer. Ese placer  que el libro electrónico, con sus múltiples prestaciones audiovisuales, parece querer relegar al último lugar o convertirlo en un accesorio más sin más valor que cualquiera otro, relegando a sí a la obra literaria a un papel secundario que el libro impreso en papel realza, singulariza y expone en todo su valor sin merma alguna..

            

martes, 29 de septiembre de 2015

Dinero, demogresca y oros podemonios, Juan Manuel de Prada

Dinero, demogresca y otros podemonios
,Juan Manuel de Prada, Temas de Hoy, 2015
Dinero, demogresca y otros podemonios
Juan Manuel de Prada
Temas de Hoy
Barcelona, 2015, 265 pp.

Obra de reflexión sobre la crisis de valores de la España actual y sus causas.


Juan Manuel de Prada  se califica a sí mismo como escritor “a contracorriente”, por eso no puede extrañar el contenido de esta colección de artículos, en los que realiza una constante crítica de esta sociedad, concretamente la española, a la que califica como  un pandemónium, lo que se puede interpretar en su doble sentido o acepciones: primero como capital imaginaria de reino infernal y, segundo, como lugar donde hay mucho ruido y confusión.
            Aparecen los nuevos líderes de facciones políticas con ínfulas de supuestos libertadores de la sociedad, encarnados en políticos de extrema izquierda, los que proclaman la ruptura de toda tradición como única forma de encontrar la libertad absoluta que debe regir la vida de todo ser humano, pero, según el autor, a costa de perder sus raíces, sus ideales y, por supuesto, toda visión espiritual de la vida que se convierte sólo en una simple existencia en la que la búsqueda constante del éxito material  y el goce puramente  venal y egoísta son los motores que mueven al individuo, en una vida desarbolada de otras perspectivas más enriquecedoras y trascendentes.
            Hablar en esta época de valores morales o religiosos es entrar en un camino tortuoso en el que pocos seguidores encontrará y sí muchos detractores que, o bien se burlarán de las ideas expuestas o, peor aún, se convertirán en enemigos feroces que despreciaran a quien proclama tales ideas fuera de la realidad sociológica del momento y le combatirán de forma sistemática y feroz.
            Pero sus ataques también van dirigidos a la corruptela de todos los  partidos políticos a los que llama los “negociados de izquierdas o derechas”, a los que ataca con virulencia por su búsqueda desenfrenada de cotas de poder donde conseguir un enriquecimiento personal, y también de los aliados, lo más rápido posible, además de ofrecer a los ciudadanos  la única vía posible de salvación que sólo puede venir de la prosperidad económica, como valor en alza y exclusivo de toda sociedad moderna, en la que brillan por su ausencia los valores morales, la ética y la más absoluta decencia particular y colectiva.
            Sorprende, sin embargo, y aun conociendo la trayectoria literaria de este escritor singular, que afirme que esta falta de horizontes espirituales y morales proviene de que la sociedad ha olvidado la realidad del pecado original y, por ello, la inclinación humana al mal, lo que justificaría, o explicaría, la corrupción humana que se pone de manifiesto en la política de forma más ostentosa y evidente.
            Según de Prada, el pecado original es la principal causa de los males que nos aquejan y dice: “Hoy esta realidad humana y teológica de evidencia incontestable se niega desde dos posturas en apariencias antitéticas, pero íntimamente coincidentes: por un lado, se afirma que el hombre es bueno por naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la naturaleza humana está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas” (pág. 37). Así, la moral clásica alentaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, pero a lo largo de la Historia la moral cambió y de ahí proviene el nuevo concepto antropológico y ontológico de la naturaleza humana. Todo ello debido al declive paulatino del concepto del pecado original, lo que hizo que las normas morales que lo sostenían se hicieron incomprensibles e innecesarias.
El escritor afirma que ambas visiones sobre el hombre coinciden en darle prioridad a la autonomía humana. Sin embargo, el hombre actual, al haber perdido toda fe en Dios, convierte al Dinero en un nuevo dios al que hay que rendirle toda reverencia y, por ello, se convierte la búsqueda de la prosperidad material en el fin que justifica los medios para alcanzarlo y la propia existencia. Toda esa nueva moral se convierte así en la nueva religión y los seres humanos, en vez de buscar su camino espiritual, se dedican a buscar el camino más corto que le lleve hasta la prosperidad o riqueza como finalidad última de la propia vida.
Todas estas consideraciones pueden resultar un tanto extrañas o incómodas para muchos lectores que no aceptan que la religión, cualquiera que fuere, les condicione su vida con preceptos y mandamientos. En una sociedad laica en la que se proclama la libertad de conciencia y culto, tener como meta de actuación de cualquier político lo que dice el dogma religioso       -que en España es mayoritaria y tradicionalmente católico-, sería como  instalar la teocracia como sistema de gobierno, lo que es impensable en una sociedad en la que se respeta cualquier creencia, siempre que no imponga sus normas a los ciudadanos que libremente no tienen fe en tal doctrina, haciendo uso de su propia libertad para creer o no creer y no dejarse imponer creencias religiosas o ideológicas que no acepta como válidas para sí mismo, aunque respete que otros las tengan y las vivan en libertad.
            Juan Manuel de Prada intenta definir que los males de esta sociedad vienen por el alejamiento de Dios y de su mandamientos, aunque olvida que la conciencia individual es un lugar que no se puede  avasallar intentando que quienes no son creyentes adopten y apliquen a sus vidas el ideario moral y religioso del tipo que sea, porque la fe es un sentimiento, pero nunca se puede llegar a él a través de la imposición ni del razonamiento lógico.
            Hay un cierto dogmatismo en la exposición de las ideas de este escritor, -aunque bien sustentadas filosófica y teológicamente-,  dogmatismo en el que impera más el deseo de demostrar que quienes no piensen igual y compartan las mismas creencias están equivocados y perdidos en su propia ignorancia de la verdad; lo que les ha llevado, y a la sociedad en su conjunto, a un callejón sin salida. Además, se observa en sus textos constantemente una actitud ciertamente despectiva de superioridad intelectual  y moral que se manifiesta  en muchos de los calificativos sobre el conjunto de los ciudadanos, es decir, la criticada por él palabra “ciudadanía”, que no comparte sus  opiniones.
Dicha actitud  que tiene poco que ver  con el verdadero sentido evangélico de amor y misericordia del que hace gala el verdadero creyente, pero no dogmático ni soberbio, porque la consideración y el respeto al prójimo, tenga o no la misma opinión o creencia, prima en su conducta y en su  relación con los demás. Las conciencias individuales son sagradas y en las que no se puede entrar de forma imperiosa ni dogmática, porque en el corazón del  hombre está la raíz de esa libertad individual en la que se basa el libre albedrío para decidir en qué creer o qué pensar, sin imposiciones ni mandatos, aunque para otros esté cayendo en el más absoluto error.
Su animadversión a lo que llama “partitocracia” es evidente en esta obra, y que no es otro este término de nuevo cuño que la definición del régimen político en el que los partidos políticos se disputan el poder a través de las elecciones, lo que viene a ser lo mismo que la articulación fáctica de toda democracia, en la que los partidos representan las diferentes ideologías que subyacen en toda sociedad humana, y de las que los votos de los ciudadanos expresan, por la mayoría alcanzada por alguno de los partidos o por los pactos correspondientes, el deseo de que les gobierne tal o cual partido o facción de forma alternativa, pues no existe gobierno que sea definitivo en ningún país occidental y democrático, haciendo así posible que las minorías puedan estar representadas en los órganos legislativos como son el Parlamento y el Senado, pudiendo así controlar y evitar, aunque no siempre de forma efectiva, el abuso de poder de todo Gobierno mayoritario.
Sobre la “partitocracia” escribe: “Es la partitocracia la que es constitutivamente corrupta, porque en ella los políticos dejan de ser representantes políticos para convertirse en una casta cuyo fin primordial es la acumulación de poder. Pruebas manifiestas de ese mal constitutivo de la partitocracia las tenemos por doquier: así por ejemplo, en la efectiva anulación del principio de separación de  poderes o en la injerencia creciente de la política en la función pública o en la incorporación de las élites partitocráticas a los consejos de administración de grandes corporaciones y empresas.”” (Página 42).
Habría que preguntarse si no recuerda  este autor cuando en el Régimen franquista  la Iglesia y el Estado formaban una alianza de poderes a través de los Concordatos, en la que el poder temporal (político) y el poder confesional (Iglesia) eran los únicos que ejercían el poder absoluto de forma conjunta en sus respectivos campos de acción, aunque entre ellos existía tal imbricación que era imposible separar a uno del otro.  Esto provocaba que en el ejercicio político, legislativo y judicial no se admitían a quienes no fueran adeptos a la ideología política dominante o a la creencia religiosa, y sus detentadores actuaban de forma conjunta y excluyente, impidiendo que, quienes no aceptarán a la una u a la otra o a ambas, no pudieran tener ninguna posibilidad de expresar su opinión ni acceder a ningún cargo público o privado que les estaba vetado.
A pesar de los males que pueda representar la democracia con todos sus  defectos -como tiene toda obra humana-, en la que es inevitable la ·”partitocracia”, producto correspondiente de la existencia de aquélla, siempre es más  conveniente y deseable para toda sociedad vivir bajo un régimen democrático que bajo uno totalitario, porque el primero defiende la libertad de conciencia,  de creencia e ideología, de expresión de las propias ideas, entre otras muchas libertades fundamentales del individuo, logros que ha costado muchos siglos llegar a conseguir ver legislados y reconocidos y que, en definitiva, consagra la libertad del individuo –dentro de los límites reales que la naturaleza humana tiene y que son muchos-, y siempre con respeto a la legalidad vigente, para ser, pensar y actuar en el mundo según su criterio, sus capacidades, sus ideales o sus creencias o su falta de éstas; porque la conciencia humana es un territorio acotado y el límite que nunca se debe traspasar para  intentar manipular, bajo consignas de que todo se hace para el bien material, moral o espiritual de cada individuo que tiene pleno derecho a buscar por sí mismo el sentido a su vida, a su destino en este mundo o en el ultra terreno  -para los creyentes-, sin imposiciones, ni exigencias de cambiar de ideas, por no ser válidas las que tenga, según el criterio de  todo salvador de conciencias  y vidas ajenas que quiere marcarle el camino  bajo el pretexto de que, quienes no piensan o creen igual  que el  salvador de turno, viven en el error y en la nada.
Es por ello que la democracia y sus muchos males siempre será mejor que un sistema de gobierno, sea el que fuere, en el que quien ostente el poder obligue a los ciudadanos a pensar de una determinada manera –lo que es completamente imposible en la realidad y sólo se consigue la ficticia adhesión que provoca el miedo-, o a prohibir todo tipo de manifestación contraria a la idea dominante, ya sea política, religiosa o de cualquier otra naturaleza. No hay que olvidar los regímenes comunistas vigentes aún en algunos países y los abusos que estos llevan a cabo sobre sus ciudadanos que son llamados disidentes. Y tampoco los terribles sucesos que protagoniza el Estado Islámico que va sembrando de terror, muerte y desolación a los países en los que ha entrado para aniquilar a todos los que no piensen y acepten el fundamentalismo islámico como su única forma de vida, pensamiento y fe.
La falta de libertad de pensamiento, o expresión del mismo, es tratar a cada ciudadano como a un menor de edad o incapaz a quien hay que llevar de la mano para indicarle cuál es el mejor camino posible para él, siempre y cuando se deje dirigir por quien se cree en posesión absoluta de la verdad, lo que es la mejor demostración de absolutismo en las ideas sin fisuras. Y todo absolutista es siempre un dictador.
El autor de esta obra apoya sus ideas y comentarios en autores como Donoso Cortés, Heidegger,  George Orwell, Chesterton  y un largo etcétera. De Donoso Cortés comenta que  quien fue consejero de la Reina María  Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, “…nos enseñaba que no hay ningún error contemporáneo que no entrañe un error teológico”. Lo que dicho así puede tener sentido para los católicos de la época en la que fue expresado, en  la primera mitad del siglo XIX, pero es inadmisible para la sociedad actual tal argumento que provenía de un político cuyo pensamiento  fue evolucionando desde un tibio liberalismo hasta un patente reaccionarismo con claras connotaciones ultracatólicas y místicas. Ideas que eran apropiadas para la época en la que vivía, pero resultan inviables en una sociedad moderna en la que la propia Iglesia está viviendo una profunda transformación desde el concilio Vaticano II, lo que está poniendo  aún más de relieve la llegada del Papa Francisco, además de que la sociedad está cada vez más ajena a la religión y apuesta por un laicismo imparable, guste o no a los creyentes que sólo podemos y debemos respetar a los que no lo son, al igual que exigimos respeto a nuestras  creencias.
            Es sorprendente leer frases como esta:” Una política que reconociese la existencia del pecado original, en lugar de donarse con las plumas de pavo real de la virtud, empezaría por limitar su jurisdicción a las puras labores de representación política, en aceptación del mandato que recibe de sus representados. Y una vez limitada su jurisdicción a la pura representación política, suplicaría el auxilio divino”. Habría que preguntarse si el auxilio divino, según este autor, debería venir de los consejos de un director espiritual al dirigente político en cuestión, con lo que se afirma la idea de que así la Iglesia tendría una nueva parcela de poder en lo terrenal inapropiada en un Estado que se declara no confesional. Parece escrita la frase antes mencionada en otro tiempo, en pleno siglo XIX, en el que la sociedad tenía una mentalidad completamente diferente a la de ahora, debido a unas circunstancias sociológicas, políticas, religiosas y económicas que no tienen nada que ver con la realidad actual y la complejidad de la sociedad moderna en su conjunto.
En  esta obra, también se advierte una evidente tensión, propia de quien sabe que lo que está diciendo no será aceptado por muchos, lo que parece crearle una sensación de amargura ante la ceguera de los hombres que no comprenden  ni aceptan la verdad de sus palabras y, por ello, siente un total pesimismo ante el futuro de una sociedad que no le importa ir por el camino errado, a juicio del autor, para satisfacer sus deseos de placeres inmediatos, aunque para ello se conviertan en esa sociedad aborregada en la que falsos gurús le prometen la felicidad a través de la consecución del éxito material y sus  falsos espejismos.
Juan Manuel de Prada posee un prosa depurada y exquisita, pero en esta colección de artículos sobre los problemas de la sociedad actual,  ese virtuosismo está al servicio de una permanente y férrea convicción de que los ideales del pueblo español están subvertidos por el materialismo imperante, la falta de ideales morales y éticos que provienen de su propio laicismo y su incapacidad de reaccionar contra los males que padece y que actúan como un somnífero que acalla las conciencias; pero, olvida  de Prada que la conciencia individual de todos y cada uno de los ciudadanos es territorio inexpugnable en el que sólo tiene poder y soberanía el propio individuo como manifestación de su capacidad de libre albedrío  que le es consustancial a su propia naturaleza de ser racional. Incluso, si ese mismo libre albedrío le lleve al error y a la perdición, según otros criterios, porque es un precio obligado a pagar que revalida la libertad del individuo que es su único y más valioso patrimonio, siempre irrenunciable.